Mensaje a la Comunidad Universitaria
en las vísperas del 60º Aniversario de la
Universidad Católica de Santa Fe
La Comisión Directiva de ADUC SF comparte con todos los colegas docentes el mensaje del Secretario Académico de la UCSF, Abog.Esp.José Ignacio Mendoza a la Comunidad Universitaria, en las vísperas del 60º Aniversario de la UCSF.
“La Universidad como aquel Evangelio aplicado e implicado”
Santa Fe, 30 de mayo de 2017.-
“Este nihilismo encuentra una cierta confirmación en la terrible experiencia del mal que ha marcado nuestra época. Ante esta experiencia dramática, el optimismo racionalista que veía en la historia el avance victorioso de la razón, fuente de felicidad y de libertad, no ha podido mantenerse en pie, hasta el punto de que una de las mayores amenazas en este fin de siglo es la tentación de la desesperación...”
San Juan Pablo II
(Fidei et ratio, Nº91)
Estimada Comunidad:
Podemos pensar en celebraciones que miren atrás, y eso es parte de una celebración que nos asoma al riesgo de la nostalgia y a limitarnos solo a ello. Celebrar la permanencia es aceptar el desafío de la continuidad de la obra educativa en cada porción o función de Universidad que ocupamos.
Permanencia no es transcurso, es rumbo, trayecto recorrido y por recorrer. Se trata de la integración de los caminos aceptando cómo son parte de la identidad y de qué forma justifican el esfuerzo colectivo y personal de todos por esa cotidianidad agregativa que define a todo un proyecto educativo en marcha.
Esta es una marcha constante, que sabe aceptar sus límites, pero que no se excusa en aquellos para lamentarse sino para inquietarse y resistirse -incluso- a sus propias tentaciones de retroceso o detenimiento bajo una suerte de enojo inconducente, estéril, difícil de demostrar por si solo qué tan constructivo puede llegar a ser frente a lo que no se acepta y se reclama cambiar.
Cuando decimos que “la Universidad son las personas”, debemos cuidarnos de sentirnos imprescindibles, confundiendo detrás de la afirmación muchas excusas para relevarnos del modo en que las personas tienen la integridad y la libertad que les da la capacidad de habilitar a las instituciones a ser espacios para que otras personas quepan, nuevas ideas nazcan y se desarrollen, porque sabemos que la libertad de los hijos de Dios es la donación y el desprendimiento, el dar la vida, hacer rendir el ciento por uno, y saber que Dios completará el resto.
La Universidad, si “son las personas”, cuando están dispuestas a ese alcance de la entrega capaz de hacer aquello donde se pueda, trabajando con buena fe por superar lo que no lo permita plenamente, pero también, “sospechando” de las propias percepciones, animándose a cuestionar de qué forma “aquello que no está ocurriendo”, también está reclamando alternativas que no son las propias, pero no nos excluyen de su accesibilidad.
La celebración educativa que nos enfrenta con nuestra propia conciencia institucional, es también personal, no traslativa, sino fuertemente mirándonos a nuestra propia decisión por hacer, dándole el sentido de esa realización en el destinatario de esa acontecimiento que es encuentro: los alumnos que nos eligen.
Recordemos cómo debemos percibir “...el educando que es miembro activo de un empeño común (familiar, escolar, ciudadano) tendiente a un claro objetivo de convivencia más elevada, pero que, en los intentos educativos, se lo reconoce a él como protagonista por cuanto se organiza todo para que él lo sea: nadie vivirá por él su crecimiento como persona. Por eso, lo principal no está en las cosas, sino allá en su interioridad: sus vivencias y elaboración de experiencias, sus actitudes, sus valores y proyectos existenciales” (cfr.Equipo Episcopal de Educación Católica de la Conferencia Episcopal Argentina “Documento Educación y proyecto de vida”, 24-07-1985).
La visibilidad de nuestras chicas y muchachos es urgente. Y de este aspecto específico trata este mensaje. Las reflexiones en torno a los acontecimientos nos vuelven a ellos como sentido del esfuerzo y el destino de los mismos, pero no ya desde una mirada “panorámica” del colectivo, sino desde las historias personales que se presentan, de nuestra capacidad para “conquistar sus miradas”.
Hoy el problema no está en el acceso al conocimiento, sino en su producción, su legitimidad y en el interrogante que permita garantizar qué se hará con aquel, qué es lo que vendrá a justificar.
¿Para qué educamos?. Una primera respuesta tiene que ver con el hecho que somos parte de una elección unida a un ideario que damos a conocer y al cual nos adherimos. Pero no podemos desdibujar en esa respuesta, otra parte muy preeminente de su definición: educamos contra el mal intrínseco en una época donde alcanza extremos e imágenes muy fáciles de naturalizar y muy terribles de aceptar.
La identidad es un elemento importante en el carisma, porque se revela desde le momento que los alumnos son reconocidos por sus nombres, así son llamados, y cada integrante de los equipos docentes y no docentes, relaciona e individualiza a los mismos, como miembros que tienen una historia de vida portadora de un mensaje a la institución, buscando encontrar en ella -de modo simultáneo- una respuesta a sus propios interrogantes.
Qué bueno es traer a esta valoración aquello que se nos supo decir: “Sin esa conjunción de pasado, presente y futuro, conjunción que se da en la actividad del alma humana, no hay proyecto posible. Sólo improvisación. Borrar lo que pasó antes para volver a escribir sin asideros lo que alguien borrará mañana. ¿No será tiempo de aprender a proyectar, esperar y sostener el esfuerzo y la espera? Volvamos al punto de partida de nuestra reflexión: ¿no hay algo de esto en la terrible desprotección que viven nuestros chicos y adolescentes? ¿No están ellos asomándose a la vida sin un “relato” que les permita construir su identidad y perfilar sus opciones? Y no se trata de volver al publicitado y gastado tópico del “fin de los relatos”, que no fue otra cosa que la implantación violenta de un único relato, un “cuento”, sí, “sin tiempo”, basado en la confianza ciega en leyes relativas a la riqueza, al olvido y a la ilusión de que la avalancha de objetos de consumo era realmente la tierra prometida. Es la ley de la vida... cuando no hay “distensión del alma”. Cuando el pasado no es “memoria” y el futuro no es “espera”, el presente no es “visión” sino ceguera mortal” (cfr.Mensaje del arzobispo de Buenos Aires, cardenal Jorge Mario Bergoglio, a las comunidades educativas (6 de abril de 2005).
Recordemos que si al mal no se lo conoce, se lo termina justificando, porque proviene del padre de la mentira (Jn.8, 44). El mal no está referido a Dios, sino al hombre porque “lo necesita” para prevalecer, pero su decisión no hace a Dios menos omnipotente porque ya lo venció como hombre sin dejar de ser Dios. Cuando el hombre lo rechaza con el extremo del rechazo de Cristo, se hace perfecto demostrando -insisto- que no lo necesita para ser feliz.
Entonces esa pregunta y esa respuesta no “se lanza” o “dispara al aire”, sino que tiene el sentido de la prudencia que nos pide acierto y precisión. Vamos en búsqueda de respuestas que nos impongan confirmarnos en la voluntad de no claudicar frente a lo que se nos opone “demostrándonos” agobio e invencibilidad, inevitabilidad, o bien, a revelarnos cuando escondemos mezquindades o desapegos al sentido mismo de la tarea involucrada con una dimensión específica del testimonio que hace algo por cambiar las cosas que exigen un cambio.
Debemos habilitar a nuestros egresados a ser capaces de resistir el mal y de desarticularlo, conociendo el lenguaje de sus definiciones, los fundamentos de sus excusas y la vulnerabilidad de nuestros propios espíritus para dejarnos seducir por sus proposiciones.
Debemos disponerlos a las habilidades para desmantelar los “encastres” de ese mal que se presenta como respuesta y alternativa, forjando un carácter que permita a nuestros estudiantes a combatirse a si mismos desde una espiritualidad que los haga agudos intérpretes de las inspiraciones, de las del bien, como de las del mal.
Que sean eficaces en ese enfrentamiento, es que puedan diseñar sus propias armas y que puedan intervenir con estrategias que los preserven de los diseños que el mal supo disponer para secularizar racionalmente la resistencia al bien.
Nuestro “saber hacer” como profesionales disciplinares y la capacidad de “saber decir” como docentes de esos saberes integrados nuestras vidas, nos provocan nuevamente la perspectiva comunicacional de desarrollar el interés por aprender, nuestra principal dificultad en las generaciones de este tiempo.
Ya sus elecciones son todo un problema que no terminamos de abarcar, y nos preguntamos decididamente qué es lo que podemos abarcar de una intimidad tan definitiva como aquella que justifica una elección como la que nuestros alumnos hacen.
Elecciones que deben vincularse a sus vidas para que sean testimoniales de todas las implicancias de la opción realizada, donde aquello que se quiera “correr al costado”, termina siendo lo que los denuncie y los precipite a sus propias inconformidades, tan próximas a las tentaciones del exitismo.
Como aporte a la reflexión compartida traigo a todos estos pasajes del Evangelio que se vinculan íntimamente con la Universidad, la tarea de enseñar, el desafío de aprender, el sentido mismo de hacerlo todo de cara a Dios con la mirada puesta en nuestros alumnos.
La reflexión será “resultado” en cada uno que la acepte y la recorra en su propia experiencia, por lo que nos e quiere aquí dar una determinada interpretación aplicativa, sino formular interrogantes y “pistas” habilitantes.
Usaré un lenguaje coloquial, tratando de ser lo más próximo posible, pero también, diciéndomelo a mi mismo.
“La fe: aquello que nos permite renacer y que quiebra nuestras certezas” (Jn.3, 1-22)
Nicodemo tiene una autoridad que lo compromete. Es una pertenencia, una identidad, pero también una lógica. Jesús era una antítesis a esas realidades. Nicodemo sin embargo está inquieto, este “Maestro” lo ha provocado. Aún todo ese conocimiento y religiosidad que se levantaba como una dificultad para quienes eran como él, podía ser aprovechado como una oportunidad que Jesús aprovecha para ayudar a “ver” más allá de lo que la mirada de esos “conocimientos y prácticas” lo habían reducido.
Va de noche, porque en la oscuridad no se fácil distinguir ni identificar. Se acerca “en secreto”, para no ser reconocido. La oscuridad es un manto que lo va a proteger, que va a proteger -en definitiva- esa autoridad. No se va a exponer, pero la inquietud puede más, y trata de encontrar “una manera” de llegar a Jesús. Esa manera no es deslegitimada por Jesús, pero no dejará de denunciarla. La “oscuridad”, tiene mucho de especulación, es un ámbito que no deja que otros vean tan claro nuestras intenciones. Jesús opondrá a esto “el quedar en lo alto”, exhibidos.
Nicodemo empieza con un reconocimiento. En definitiva, lo que tenía aprendido, no fue tan obstáculo para reconocer a Jesús, pero aún “le faltaba”. Lo acepta como maestro, por lo que hace. Sabe perfectamente que nadie puede hacer lo que Jesús hace “si Dios no esta con él”. De alguna manera, reconoce que “lo extraordinario” no está referido a un poder solo carismático, hay algo más, hay “alguien más”. Sin embargo Nicodemo sigue identificando al mensaje con la autoridad o identidad del mensajero. “Lo que dices” (enseñas) está avalado por un poder que trasciende todo aquello que puede llegar a quedar reducido para desautorizarlo. Este hombre parece quedar enredado en este esquema, y Jesús lo “saca” abrúptamente de ese círculo.
Jesús “le sale al cruce” de un modo terminante: el Reino de Dios, la verdad sobre el hombre y su salvación, exige una conversión. Todo tu conocimiento se queda a mitad de camino, al contrario, te retrae, termina siendo una dificultad para elevarte, porque en todo ese saber, te falta lo fundamental: cambiar el corazón, momento a partir del cual, esas palabras, ese conocimiento, va a tener un sentido diferente, y te va a “empujar” a otro lado.
Nicodemo no se confunde, sigue la lógica de Jesús desde donde puede. Pero puede poco. Ese renacer está condicionado por lo que comunmente puede entenderse, no se puede “volver atrás”. Si ya “estoy viejo”, ¿cómo puedo ser joven otra vez?. Si el tiempo y la experiencia me lo han dicho todo, ¿que hay de nuevo?, ¿cómo puedo volver a aprender lo que ya se?. ¿Como “borro” todas las certezas, ¿me pedís que las “niegue”?, ¿eso no es negar lo que Dios ha venido enseñando en la historia de nuestro pueblo?.
Jesús lo acompaña: “tenes que salir de vos mismo, de todas esas certezas, que son apropiación de tu razón. Tenés que aceptar el misterio, el don de Dios que no podés apropiarte. Crecer en la verdad, es encontrarla, no poseerla”. El conocimiento de Dios es todo aquello que te inspira hacer con tu hermano, no te quedés con el anuncio, no le des tantas vueltas, dejate llevar por el impulso que te coloca de cara frente a tu hermano, no a vos mismo. El Espíritu no se deja explicar, te mueve, te expulsa de vos.
Pero, Nicodemo sigue apegado a su “medida”, no le parece suficiente: ¿puede el misterio y el don por si solos hacerme conocer la verdad?. ¿Solo basta con vivir ese don, para tener parte de mi felicidad?. Ese don, ese misterio, no me deja hacer muchas mediciones ni predicciones, acontece y punto. ¿Es eso suficiente?. Jesús lo “intercepta” por su misma identidad, por ese mismo sendero que Nicodemo cree le da “iluminación”, explica su existencia como “maestro de otros”: ¿si sos hombre de fe y de certezas por el conocimiento de la fe, qué más necesitás saber para aceptar el don, abrazarlo y entregarte?. Yo soy el testimonio de esa verdad, mirame, estoy expuesto, para eso vine, pero aún delante de tus ojos, no podes reconocer la mano de Dios en mi. Me hice carne para que me vieras, me tocaras, me escuchás hablar con tus lenguas, referirme a tus episodios cotidianos, curar a tus enfermos, consolarte, pero sigue siendo “insuficiente”, no te “moviliza”, parecería ser que solo “te entusiasma e inquieta”, pero nada más. Estás demasiado perplejo por la manera de manifestarme, que te negás a descubrir ahí, en esa manera, el contenido mismo del mensaje. Estás luchando contra mi, porque no aceptás que “esta sea la forma”, porque “las formas” son lo único que te inspiran creer; y la fe, es “mucho más que eso”.
Aceptar esta “simplicidad”, te deja en evidencia, porque se acabaron las excusas. Dios dejó de ser tan inexplicable y de requerir “interpretes”. Dios habla en carne y hueso. Pero, si aún así, no lo aceptan, en realidad, están buscando legitimarse así mismos, no en conocer a Dios.
Tentados de “tanto” para alejarnos del “Todo” (Lc.4, 1-13)
Hay una diferencia entre soledad y aislamiento. La soledad es una oportunidad de callarse para escuchar. El aislamiento es directamente, no escuchar. Por eso, la soledad exige no estar aislado, sino directamente conectados con nosotros mismos, con lo que amamos, con lo que sentimos, con lo que aspiramos, con lo que rechazamos y hasta tratamos de arrancarnos de nosotros de raíz.
El desierto de Jesús, es un encuentro consigo mismo, un tiempo de desprendimiento que lo deja absolutamente vulnerable de todo, de todos. Ese encuentro lo coloca ante su identidad y es en esa raíz, donde será tentado.
Esta composición de lugar, el desierto, es una muestra acerca de la forma en la que estamos solos frente a lo que elegimos y deseamos, esa es nuestra definición, la más intima, libre todo.
La tentación aprovecha la vulnerabilidad donde están deprimidas las convicciones. La tentación mesiánica no es diferente ala que experimentamos nosotros mismos, porque Jesús es verdadero hombre. Sin esta experiencia de humanidad, no puede haber tentación, porque en definitiva que exista como tal, presupone que pueda existir un margen para aceptarla en la naturaleza.
Ese es su valor, un Dios que tiene una experiencia genuinamente humana, y que indica las condiciones bajo las cuales se plantea, y bajo las que se supera.
Esta tentación es una prueba para templar, es una ejercitación en el dominio de si mismo. Es justamente un extremo en condiciones “desfavorables”, porque es allí donde se acrisola esa conciencia real acerca de lo que nos hemos propuesto en nuestra vida, y estamos cara a cara con las dificultades que vienen a negar todo lo que hemos concluido y nos ha ayudado a aceptar un camino adherido a la verdad.
Las exigencias de la verdad, son su contraste con las dificultades que experimentamos para vivirla, de tal forma que entonces descubrimos si nuestra elección es “pese” a todo lo que hay que sobrellevar para llegar a estar en sintonía con aquella.
De esta manera afecta la significación del compromiso, busca vaciarlo de fuerza movilizante. Este vaciamiento se produce porque nuestro compromiso de vida tiene valor cuando no esta autor-referenciado, cuando hemos incluido en el la disposición del corazón para negarnos a rostros mismos, ubicarnos en el plano de ese proyecto de vida de tal manera que no necesitamos sustento, vértigo o poder para lograrlo. Entonces “tiene sentido” cuando es un mensaje que produce fruto en la vida de los demás, cuando transforma situaciones de injusticia, ayuda a ver, oír, curar.
Las tentaciones no refieren a lo que no somos, sino empiezan apoyándose en un principio de verdad.
Cada provocación del tentador, cita las Escrituras, todo lo que se había anunciado del Mesías, todo lo que refería a El y estaba llamado a ser. Pero…la diferencia era el sentido, su significado, su directa vinculación con lo que tenía que hacer con todo eso para ser pleno.
La plenitud de los dones que tenemos, son para nuestra vocación, y ella no se agota en nosotros mismos. Es un profundo acto de ofrecimiento, de entrega, nunca de apoderamiento, de invasión del espacio y del tiempo, colocándose como el centro de todas las cosas, la victima que siempre tiene una excusa para todo.
En cada expresión de la tentación encontramos un mensaje:
La primera se dirige hacia la satisfacción por sobre el autocontrol, pretende que se vea una supuesta “realidad” que es mas evidente, mas necesaria, mas inmediata, y que puede ser cubierta por uno mismo.
La segunda tiene que ver con las certezas: es ese ¡arrójate!, una especie de caída libre pero que en realidad es una sobre-exposición de si mismo, un exceso temerario que quiere verificar hasta donde llega Dios; trata de quitarle el poder a sus promesas, trazando el propio camino del destino para que El cumpla nuestra voluntad y no seamos nosotros los que busquemos la suya.
La tercera es la máxima, porque se vincula con el poder sobre “todo”, a cambio de un “precio mínimo” que en realidad es muy costoso: adorar a la criatura, desconocer nuestro origen, apoderarse de las personas y de las cosas, de las situaciones y del futuro.
La salida de Jesús apela a la memoria como recurso para confirmar la vocación. La memoria nos sitúa en una historia que nos ha hecho capaces de reconocer la verdad porque Dios se ha manifestado en nuestra vida, en cada persona, en cada oportunidad aprovechada, es cada deseo de levantarse pese a las caídas.
Esta memoria nos introduce en un recorrido por esas situaciones edificantes, por los logros y los resultados de plenitud que hemos experimentado cuando decidimos mantenernos firmes en aquello que, pese a los costos, tenía que estar ajustado al bien. También nos lleva por el recorrido de las malas elecciones, de esas experiencias de despojo y vacío que tienen los éxitos alcanzados mediante una mentira, que termina muriendo en si misma. Jesús entonces, recorre en camino de su pueblo bajo estas experiencias de justicia e injusticia, que se plasmaron en las Escrituras y que son citadas al Acusador del hombre para imponerle el limite de lo que se aprendió efectivamente y que hoy es un recurso para negar su propuesta.
El tentador experimenta un odio movilizador por lo que no puede llegar ser, y por eso busca destruir su misma esencia en aquellos que si tienen la oportunidad de alcanzarlo.
Llamados a pescar (Lc.5, 1-11)
Navegamos por la vida. Todos de alguna manera somos pescadores. La pesca tiene una significación relacionada con esa “búsqueda para hallar” lo que se encuentre. Hay mucho de incertidumbre al pescar (algo muy diferente de lo que ocurre cuando se caza, porque la presa es identificada de antemano). Pero en la pesca, las cosas cambian, uno tira la linea o la red, y viene o prende lo que viene. Imposible elegir hasta que la sacamos afuera. Se puede tener mayor o menor idea de dónde pescar determinadas piezas, pero...
No podemos negar que a veces somos cazadores, pero la mayor parte del tiempo, ganamos nuestra vida pescando, en esas incertidumbres que presenta el futuro, que son un desafío y que le dan sentido a la vida.
Esta vida de navegantes nos va confiando en nuestra expertez. Vamos aceptando que tenemos claro cómo hacer las cosas. Nuestra vida muchas veces queda reducida a nuestra manera de hacer las cosas. El Evangelio da una caracterización acerca de cómo estos hombres de mar, estaban pescando que nos ayuda para valorar nuestra manera de hacerlo en la vida. El detalle es la manera que lo relata, la diferencia que consiste en pescar solos o con este hombre “de extrañas palabras”, a las que empezaba a sumar “extraordinarios gestos”.
Lo primero es la manera que Jesús se sube al barco. No da indicaciones desde afuera. Dios se encarna en nuestra vida y en nuestra experiencia cotidiana. Esta inmediación es identificación y prueba que este es un Dios comprometido que demuestra cómo desde la misma humanidad de comparte, se aprende.
El segundo elemento es aquella indicación de ir “mar adentro”. Muchas veces, pescamos en la orilla o muy cerca de ella. Es como si nos mantuviéramos seguiros a la vista de una orilla que no termina de irse del todo. Flotamos, pero todavía podemos “hacer pie”. Sin embargo, Jesús apuesta a que nos adentremos ahí donde no hay certezas, donde nos despojamos del prejuicio de nuestra sobrevalorada confianza en nuestra propia experiencia, al punto de determinarnos bajo un prejuicio. Desde la orilla no vamos a alcanzar la profundidad y la plenitud de lo que estamos llamados a ser. Ser “playitos”, es tener miedo, uno tan grande que nos empequeñece y empobrece.
Nuestra respuesta al desafió es imponer nuestra apropiación del mundo, un concepto cerrado que afanosamente quiere tener cerrado todo aprendizaje. Es una especie de advertencia, “...mirá que yo ya probé hacer eso una vez, y no me fue bien”. Es como una especie de legitimación acerca que “tan mal no sabemos hacer las cosas”, “tanto no me he replegado en la vida”, “alguna idea tenemos”; aplicamos el manual, pero no funcionó. En esta especie de queja, sin embargo, en la expresión de Pedro, no deja de aparecer un reconocimiento a cierta autoridad que no se termina de entender bien. De alguna manera, pese a nuestras resistencias, presumimos, intuimos, que hay algo más que puede hacerse, hay una oportunidad que está por sobre lo que ya se probó y no funcionó.
El resultado supera nuestras expectativas. No tanto desde lo cuantitativo, sino de la magnitud de asombro que provoca lo que ocurre para que nos entre en la cabeza o en nuestro limitado intento por razonarlo todo, clasificarlo y archivarlo..
Esta magnitud de lo que encontramos, esa fuerza transformadora, también es una experiencia de comunidad que se necesita compartir muchas veces, de allí esto de tener que llamar a los compañeros para que ayuden a llevar la red cargada a la orilla. Hay que anunciar lo que encontramos y compartirlo con los próximos para que ayuden a aprovechar lo encontrado.
Sin embargo, a veces ocurre que esta magnitud, asusta. Si siempre estábamos acostumbrados a pescar algunas piezas, cuando aparecen tantas, nos quiebran los cálculos, nos despertamos, y nos damos cuenta que no estamos solos en el barco. Viene entonces ele reconocimiento al poder de la intervención de Dios, pero que no está apartada tampoco del temor y de cierto grado de desconfianza. Los hombres somos seres bastante acostumbrados al “toma y daca”, y aceptamos que “cuando la limosna es grande, hasta el santo desconfía”. Es una actitud también de apartarse del milagro, para que su resultado, no “nos pase factura”.
Pero Dios supera nuestras mezquindades. En cada una de estas búsquedas, la invitación es a ser “pescadores de hombres”. Adentrarse en la profundidad de las cosas y encontrar a las personas, y con ellas, seguir haciendo nuestra historia y la de los otros. Es comprender su mundo, su visión, y agrandarla tanto como la red, para que cada uno de lo mejor en su jornada.
Ahora volvemos a la orilla, pero para atar ese barco chiquito que nos dejaba a pocos metros. Atamos ese barco, para “abandonarlo todo”, sumergirse sin condicionamientos a lo que hemos encontrado, a esa plenitud que nos exige todo para poder contenerla en nuestras redes. Irse mar adentro nos demostró que lo mucho, mucho exige y eso confirma no solo su valor, sino nuestra dignidad expresada en la capacidad de llegar tan lejos.
“Talentos” (Mt.25, 14-30)
Dios tiene una desproporcionalidad maravillosa. Los hombres, hacemos de las cantidades, valores; su dimensión mayor, define el valor mayor: menos cantidad, menos valioso. Dios, tiene una lógica inversa. El valor mayor no está en la cantidad mayor, sino que cada cantidad es un valor considerado en si mismo.
Esto ocurre con los talentos, con los dones. Todo el sistema educativo es acumulativo, al punto de instalar una cultura cotidiana que rescata las magnitudes como objetivos que son logros; no hay en el conocimiento del mundo y de la cultura (y mucho menos en un trabajo serio acerca del conocimiento de sí mismo) una significación acerca del propio valor, sin ser comparativo.
Lo cuantitativamente mayor y lo comparativo, son percepciones y acciones en las que nos agotamos la vida: cuán lejos llegar, cuánto más tener, para estar a la altura de…o para alcanzar lo que han logrado fulano o mengano…
Pero a cada uno una medida diferente, y entre todas ellas, un mismo desafío “ir al mercado”, multiplicar el don exponiéndose a ese regateo de la vida.
El miedo es la actitud cómoda que es en sí misma una excusa, no necesita de otra causa anterior. Tener miedo, justifica y punto, y así permanecemos detenidos.
Si nuestro talento se compara, se achica, y esa pequeñez, nos hace egoístas, no pobres, sino miserables, porque nos aferramos a esa “poquedad”, no nos la queremos desprender, y se llega a perder, incluso, esa porción.
La vida es una maravillosa oportunidad de riesgos, y esos riesgos son el conjunto de oportunidades que nos ayudan a crecer, no solo en los aciertos, sino en los errores, justamente, “cuando nos damos cuenta”, cuando “pegamos la vuelta” y mejoramos.
Esa “salida al mercado”, es también voluntad de escuchar qué es lo que estamos llamados a ser y hacer, descubrir la voluntad de Dios de manera honesta, y no imponerle nuestras proyecciones deformadoras, manipuladoras de la divinidad, empequeñecidas a lo corto, a lo material, despojada de un bien mayor, profundo, capaz de llegar al corazón de –aunque sea- una sola persona.
Y, ¿qué habremos de hacer con esto?: todo, menos, esconderlo del mundo y de las personas.
“Llamados en diferentes momentos, recibiendo el mismo bien” (Mt.20, 1-16)
Dios es señor de sus dones. El mayor don de Dios es la vida, pero una vida plena, no de esas que se compran y se venden, no esas que tienen “fecha de vencimiento”, o que tienen un precio que nunca se termina de pagar.
La vida que Dios otorga es un don que está dispuesto para nosotros, aunque nosotros no siempre estemos dispuestos a recibirlo y, a veces, ni siquiera a pedirlo.
Pero Dios busca, Dios anda por las calles buscando jornaleros, y nos encuentra en diferentes momentos, en diferentes “horas de nuestras vidas”.
O siempre “de una” alcanzamos los que Dios tiene para decirnos. Experimentamos muchos condicionamientos, pero ninguno de ellos, es lo suficientemente poderoso como para nunca alcanzar a cruzarse con este Señor que llama en algún momento.
O todos llegamos a Dios, a la verdad y a la justicia de las cosas, en el mismo momento de nuestras vidas, en las mismas condiciones, por los mismos caminos, ni para las mismas cosas.
Muchas veces “estandarizamos” los llamados, los dones, los carismas, las vocaciones. Es más facil, requiere menos esfuerzo de encuentro con el otro, de conocimiento con la historia de cada uno.
A veces es una “buena excusa” esto de decir que “a mi Dios nunca me llamó”, porque quizás sea que estábamos buscando nuestra propia voz, nuestro propio modo de llamar, lo que queríamos nosotros escuchar, y no lo que Dios tenía para decirnos. Suele ser una buena excusa, suele ser un buen recurso de autoexclusión y victimización, que nos otorga una identidad de la queja, de la irreductibilidad, de la inaccesibilidad.
Este llamado de Dios a la vida, a las cosas, a las oportunidades, a “su viña”, tiene un fin, y en esa hora, está la recompensa. Pero, a veces, ni siquiera en esa hora tan definitiva, donde deberíamos estar atentos a la misericordia de Dios, más que a la dimensión cuantitativa de la “repartija”, estamos recelosos, y hacemos “justicia por mano propia”.
Dios da lo que le es propio, y eso no nos hace partícipes en nuestra “corta” manera de ver las cosas, bajo una reducida mirada desde la meritocracia autoreferencial.
Será que El mismo se da, y eso, realmente está fuera de nuestras “distancias”.
“Los pródigos y los que esperan recompensa” (Lc.15, 25-32)
La prodigalidad es el abuso, el derroche del don. Este hijo que se pierde, pide “lo suyo”. Esa porción de la herencia, una pertenencia anticipada.
Busca un horizonte lejos de esa casa. No hay mayores explicaciones sobre la intimidad de a decisión, simplemente, el pedido, lo que recibe, y el destino.
Parece entonces que, el destino, marca la intención. Qué fue lo que se le paso por la cabeza a este hijo para irse con ese carácter tan definitivo: porque se llevó lo que uno se lleva cuando ya no hay nada para quedarse.
Aunque no hay precisión, tenemos una especie de intuición –por ese destino que tuvo- de la motivación: la autodeterminación, el desenfreno, la necesidad de la intensidad interminable, lo inagotablemente vertiginoso, desarraigado y despreocupado. Es, también, como cansarse de vivir “bajo una sombra”, es hacer elecciones por sí solo, tan solo como sea posible.
Parece que esa porción de la herencia, la suya, era abundante, pero no ilimitada.
Tenemos solo el abuso, el malgastar, y el extremo del despojo que lo deja en la indignidad.
Es la experiencia del despojo la que coloca a este hijo en lo comparativo, en un segmento de la memoria que lo lleva a lo básico de aquellos días junto a su padre: la sencillez de los sencillos. Se acordó de lo mucho que tenían los peones, por sobre lo mucho que tenía él mismo. Toda aquella abundancia “no le alcanzó” para darse cuenta de lo fundamental.
Y decide volver por esa pequeñez, no para recuperar un esplendor, sino, por lo menos, para obtener lo mínimo, lo subsistente.
Esa iluminación, hace explotar de alegría y generosidad a su padre, no solo por el regreso, sino por la conciencia adquirida. Es volver para empezar desde cero, aprovechando lo aprendido desde esa experiencia del error y la autosugestión, para recorrer ese camino de intensidad, de construcción desde lo cotidiano, donde es mas valioso el esfuerzo, que los resultados.
El retorno del hijo prodigo, ocurre en la circunstancia donde, el mayor, estaba en el campo, haciendo lo que debía hacer, cumpliendo cada día, todos los días, aquello que debía hacer.
El mayor es el primogénito, el heredero fundamental, el que aceptó su destino y lo trabaja todos los días. Es “amor” en términos de cualidad, no solo de edad, sino de ese conocimiento por el sentido de las cosas, versado en su auto-control. Es un hijo agradecido, pero “a medias”. No deja de ser un peso para él su propia fidelidad a la vocación.
Es la cotidianeidad de la perseverancia, pero que empieza a transformarse en automatismo resignado, bastante vaciado de esperanza y demasiado ordenado a las recompensas. Este hijo espera ser validado como el mejor, quien entendió, y por eso es reconocido.
Este es un relato muy profundo sobre la fidelidad. Nos interroga sobre “a qué” somos fieles realmente. Lo que hagamos no demuestra por sí mismo lo que sentimos. Tampoco revela la acabada convicción y confianza en la causa verdadera de nuestra adhesión a la fe.
La celebración por el retorno (que es recuperación) se hace de la misma manera de como se celebra un nacimiento. Lo mejor es sacrificado. Este es un dato mayor en la intensidad del enojo.
El enojo de este hijo es el cansancio por todo aquello que sufre al no aceptar y por eso lo “arrastra”. Es un quejarse de la incapacidad de su padre de ver ese esfuerzo y cómo, pese e él, mantenía su permanencia.
Para este hijo “entrar a la fiesta”, es aceptar. La actitud es una negación a participar de algo que no merece ser celebrado porque es injusticia. El escándalo se vincula con el mismo reproche: “para éste el ternero engordado”, para mi “ni siquiera un cabrito”. Entonces ¿cuál es tu justicia”, basta con despreciarlo todo y volver “alegremente” a pedir perdón y eso justifica todo este alboroto?. Parece que si, la respuesta es un si enorme, tan grande como para hacernos tener confianza a nosotros mismos en volver, pese a todo, pese a todos.
Es bueno detenerse entre ese “ternero engordado” que se recibe por el retorno, y compararlo con ese “cabrito para los amigos”, tan esperado. Y el resultado es claro, hay poquedad. Es muy pobre la esperanza del que es fiel por el solo hecho de una recompensa, limitada a los mismos términos y criterios que tenemos entre los hombres para valorar la lealtad.
Estamos también frente a un padre que no se ajeniza de la situación, que también sabe reconocer la demanda, y que sale al encuentro de la reflexión para ayudar a este hijo fiel no solo para que esté adherido a la “permanencia”, sino para que comprenda el significado último, completo y definitivo de esta verdad filiatoria.
El padre le explica ese bien mayor al que está llamado si está adherido realmente a la verdad: “todo lo mío es tuyo”. Es una especie de advertencia, un “no supiste ver” de qué manera compartías una intimidad a la que tu hermano, confundido, no fue capaz de llegar. Celebramos que se haya dado cuenta de la pero manera, pero la que, en definitiva, nos lo regresó.
El reproche de este hijo “mayor” tiene relación también con la manera de obedecer. “Yo no he discutido ni cuestionado nada de tu palabra”, acepté las reglas de juego. Pero por ser solo reglas, no por ser tu palabra. Parece ser que en su corazón si había cuestionamientos, pero los reprimió, y ahora “explotaron”, porque no fueron parte de una aceptación real, sino de una especie de esperar por algo más conveniente; una especie de precio por ser fiel, para tener, por lo menos, el reconocimiento.
“¡No lo permita Dios!: el conflicto frente a la Voluntad de Dios” (Mt.16, 21-27)
¿Qué es lo que realmente tenemos?. ¿Quiénes somos realmente?. ¿Para qué están los dones que experimentamos en nuestra vida?. La primera tentación que solemos tener, es la de la apropiación y la de la meritocracia. Esto “que me he ganado”, esto o aquello que “he logrado conseguir o ser”, ha “llegado para quedarse”.
Y sin embargo, Dios se nos vuelve y nos mira a los ojos…y nos va “deshojando”, y ahí nos viene la reacción enojosa, negadora, increpante; ahí “pisamos el palito”, e hicimos nuestro lo que estaba en nosotros para algo más que solo para “disfrutarlo”.
“Pensar como los hombres”, es ir a “corto plazo”, quedarse con lo evidente, dejarse atrapar por lo inmediato. Dios, está en la alturas y allí nos llama, pero para “elevarse”, no se puede estar atrapado por uno mismo, por los afectos, las relaciones, nuestras propias perspectivas de las cosas, de la vida y de los otros.
La Voluntad de Dios, es el camino del Verbo Encarnado, de allí el valor de la obediencia, de allí su sentido de liberación. Porque si no somos capaces de hacer aquello que no queremos hacer pero por un bien mayor, somos esclavos de, no maduramos, no nos elevamos, no somos capaces de “soltarnos de nosotros mismos”.
Las grandes cosas, exigen ese desprendimiento, ese “andar ligero”, porque entonces, si “no podemos dejarlo todo”, lo vamos a perder, se va a podrir, nos transformará en miedosos y pendientes de la defensiva, como amenazados por nuestra misma conciencia.
Habrá que permitirlo entonces, porque no somos “fortuitos”, casuales, autoreferenciales. Y cuando encontramos ese sentido, cuando somos capaces de semejante libertad, se producen las grandes cosas, podemos multiplicarlas, pese a que creamos que solo tennos cinco panes y dos peces para alimentar a miles (cfr.Mt.14, 14-21).
“Como la higuera” (Lc.13, 1-9)
Tenemos el defecto de lamentarnos por las desgracias de los otros y hacer juicios definitivos sobre las causas por las cuales viven una experiencia de sufrimiento. Justamente, “la desgracia de los otros”, nos lleva a hacer un conjunto de especulaciones acerca del “algo habrán hecho”....”y qué querés si no...”, “a lo mejor si no hubiese sido tan...no le hubiera pasado esto o aquello...”. En cierto modo, ese causalismo tan matemático y tremendamente responsabilizante que desplegamos y adjudicamos, nos lleva a ser jueces absolutos de la vida del hermano y queda poco para vivir con el otro esa experiencia como una oportunidad para reflexionar sobre sí mismos.
Jesús plantea desde ahora la inocencia de la experiencia del sufrimiento, le quita culpabilidad para exponerla como un camino y una oportunidad personal para fortalecer nuestro temperamento y de otorgar significación a nuestra vida.
La clave del aprovechamiento es la conversión como una regeneración, una manera de mirar diferente y hacer de nuestras experiencias un aprendizaje permanente, un mensaje que nos está marcando algo en nuestra manera de vivir que debe cambiarse, o bien, nos hace confirma en el valor de nuestra entrega a esa situación difícil de digerir.
El dolor es un síntoma de resistencia a la experiencia del sufrimiento, por eso la libertad de los hijos de Dios, nos indica que debemos hacer de aquella un acto de entrega y ofrecimiento.
Este es el fruto que la higuera no da, porque está seca, sin savia que motiva y da sentido las cosas, a las relaciones, a las experiencias. El fruto es la consecuencia de la sanidad de un árbol que está arraigado y nutrido en la fuerza de la significación y la esperanza que justifica lo que se va generando en mi espíritu, en mi corazón, en mi pensamiento, para hacer de las dificultades un don, una ocupación por sobre una preocupación, y un acto de creación de competencias y sabiduría para superarlas.
La justicia del dueño del huerto, es cortar lo que no da fruto, porque para eso ha sido plantado. Pero la apuesta, la intervención de Jesús en la historia de esta higuera, que es nuestra propia historia, está cargada de oportunidad, de interés de agotar todo lo necesario para que volvamos a nutrirnos de nuestro fundamento. Por eso “remueve la tierra”, para que desde lo más intimo, lo más básico de nuestra vida, aceptemos o recuperemos lo que nos ordena hacia la verdad que nos marca nuestra capacidad de hacernos cargo de nosotros mismos, y ponernos en marcha hacia la salida.
Esta remoción quiebra la dureza de una tierra que se ha hecho impermeable al agua, afloja raíces que se han cerrado a expandirse porque se han concentrado en el miedo, en las justificaciones. Es desatrofiar lo que se ha reconcentardo y ha perdido la capacidad de alcanzar extremos.
La higuera es un voto de confianza, pero es justamente eso, porque el dueño de la huerta sigue ahí, esperando y no deja de mirar. No se trata de una “amenaza”. Parecería ser que necesitamos que nos amenacen para tener un argumento por el cual nos presentemos como víctimas de una coacción, Se trata de jugar limpio empezando por nosotros mismos, de ser veraz en todo, porque solamente así podemos demostrarnos si honramos la vida.
“El amor te llevará a donde no quieras” (Jn.21, 1-19)
La de este pasaje es una escena difícil. Los discípulos permanecen juntos, en una especie de rutina que no termina de encontrar un rumbo. Han devenido sucesos y la propia manifestación del Señor, pero todo se reduce a cada uno de esos instantes, no hay nada mas.
Es necesario que los roles y las personas se resignifiquen. Es necesario que las heridas cicatricen y solamente el Señor puede curarlas.
Están juntos, pero no terminan de saber por qué ni para qué. Pedro es el que toma la iniciativa de “hacer algo”, como quien busca ordenar tantas ideas desencontradas. En Pedro todos estos episodios y estas manifestaciones le llegan más de cerca; está revisando su propia lealtad, su propia fe, repasa los limites de su confianza en todo aquello de lo que había sido testigo. Había prometido defender al Maestro si era necesario con la espada, pero quedó arrebatado por el miedo, volvió a sacar la mirada de los ojos del Señor, y ensimismarse como aquella vez que le pidió a Jesús ir a El en caminado sobre el agua. Esta vez, sentía que se había hundido en serio.
Todos van con él a pescar como lo hacían antes, tratando de encontrar allí algún “lugar amigo” que les permita pensar mejor. Se han retirado a esas viejas practicas para reencontrarse.
Entonces, ese hombre desde la orilla que los interroga: ¿tienen algo que comer?. Una pregunta que va más allá de la comida, tiene que ver con un alimento espiritual, con una saciedad que no es de este mundo. Pero el Señor les pide mucho más que los pescados, les pide su corazón transformado por la experiencia vivida, y Juan, es el primero en reconocerlo.
Este joven, al que el Señor amaba mucho, es el primero -nuevamente-, ya no solo en permanecer, exponerse, correr más rápido, sino en reconocer al Maestro. No es extraña la alusión a esa cualidad que lo distinguía, el amor lo había mantenido en cada una de esas posiciones, una especie de coraje que ni él mismo era capaz de valorar en su totalidad.
Comen como siempre, y el silencio invade el encuentro. Nadie termina de tener claro qué decir. En otras oportunidades, eran unos arrebatados, ahora, estaban detenidos en el instante.
La partición era el signo de ese encuentro. Partirse y donarse era la centralidad y el sentido de todo lo que habían vivido. Mediante el signo, lo inmediato de ese encuentro tan humano y sencillo, Jesús les figuraba el extremo de los vínculos que ya estaban establecidos entre ellos.
Después el momento se hace íntimo. Era la hora de cicatrizar al más herido de todos, al que -de alguna manera- había provocado ese encuentro buscando hacer lo que los distinguiría siempre: pescar hombres.
Quien había negado con mayor evidencia, con la gravedad que había tenido haberse envalentonado antes, es preguntado si amaba “más”.
Jesús coloca a Pedro en su naturaleza. No se trata que aceptes que tu negación te demuestra incapaz de amar, justamente, todo lo contrario. La profundidad de tu negación, nos lleva al intensidad del dolor que experimenta tu corazón, y es desde ese reconocimiento, que encontrás la fortaleza para dar tu vida por el testimonio de Jesús.
La negación solo es una oportunidad, no la última palabra. El Señor transformó con la fuerza de su Resurrección todo aquello que para nosotros es una “sentencia firme”. Dios no se cierra, viene a traer las llaves, y las pone en manos de Pedro.
El “amar más”, implica que aceptés cómo negaste lo esencial, pero tanto te duele, tanto te ha ayudado a comprender de qué manera sin Dios no se puede tener fe ni ser testigo de nada, que te ha redimido por la fuerza de tu propia humildad para no oponer excusas, solo responder a cada pregunta recapitulando aquella intensidad de los sentimientos que provocaron en este hombre todas las cosas vividas con el Señor Encarnado.
El paso siguiente, es cuidar a todos. En Lucas (cfr.Lc 22, 32) vemos cómo el Señor le anticipa esa hora: “Y tú, después que hayas vuelto, confirma a tus hermanos...”. ¿De dónde volvería Pedro”. De su negación, de su ensimismamiento; del haberse quedado atrás, y no avanzar ese paso definitivo.
El Señor entrena a Pedro en los mismos hechos que él experimentaría cuando le llegue la hora. No es una enseñanza ajenizada de la realidad, lo puso de cara a la muerte, al despojo, al miedo, a la crueldad, al mal. La Pasión no quedó reducida a El, sus discípulos la experimentaron también en su propio corazón.
El amor será el que te atará y te llevará donde no quieras, porque solo tendrás corazón desde este día para respirar solamente por esta causa.
Abog.Esp.José Ignacio Mendoza
Secretario Académico del Rectorado
Comisión Directiva de ADUCSF
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